Vocación
Cuarenta grados. Agosto de 1993. Nos vamos de vacaciones a Chipiona. Seremos siete en el Ford Orion rojo: nosotros cinco y los abuelos. Es la primera vez que verán la playa. Todo lo que sea sacarles de su rutina son nervios y preguntas repetidas con respuestas olvidadas. Quizá veamos a la Jurado o al tipo que cuenta chistes por los bares, al que llaman Risitas.
Antes de salir, Luis volverá a tentar su fajo de billetes y Pepa regará los helechos del patio. Anoche no tiró la basura: hay una ordenanza municipal que prohíbe hacerlo durante el día.
Ese lunes vi delinquir a mi abuela y entendí la diferencia entre lo legal y lo correcto. Entendí lo demencial que sería multar a alguien por no dejar la basura en casa. Y en ese momento, a los dieciséis años, vi la luz. Encontré la vocación. Supe que quería hacer mejores contenedores, bancos o lo que fuera, para que no multaran a la abuela ni robaran al abuelo.
Cuando llegamos al destino, me sorprendió la marabunta de coches de Sevilla y el olor a podrido. Ese verano también descubrí que el turismo es una salvación o una maldición, y yo era culpable.