Eros y tánatos
El viaje de fin de curso de 1994 lo hicimos a Italia. Fuimos en autobús desde Barcelona, pasando por el circuito de Mónaco, hasta llegar a las renacentistas Génova, Venecia y Florencia. El stendhalazo es real. No hay explicación médica. Era febrero; no hacía calor. Ver el Duomo alzarse por esas mojadas calles estrechas me sobrecogió. Nunca he vuelto a sentir nada igual.
Ayer pensé en Freud: ¿qué hace que una civilización ponga más foco en la creación que en la destrucción? Si una cultura pierde la pulsión de elevarse, ¿su deseo de autodestrucción comienza a imponerse en la política, en la economía, en las redes, en las papeleras del parque?
Aceptémoslo: el manifiesto futurista fue el primer move fast and break things. Marinetti dio soporte intelectual al fascismo. En su cuarto punto decía: «El mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad». En el décimo, sin rubor alguno: «Queremos demoler los museos, las bibliotecas, combatir el moralismo, el feminismo y todas las cobardías».
Hoy al futurismo le llamamos aceleracionismo. Hemos cambiado la fascinación por el hierro por la de la IA. Empresas responsables que hagan algoritmos florentinos. No todo vale en la destrucción creativa.