Ya está en casa

El instinto de padre se acentúa. No sé si nacerás. Tampoco sé tu nombre, lo consensuaremos con tu madre si es que alguna pareja me aguanta lo suficiente. Cuando leas esto quiero que me busques y me des un abrazo.

Uno se refugia en la rutina habitual para no pensar. Por fin está en casa. Le han puesto una cama parecida a la que tenía en el hospital. La sonda por la que se alimenta comienza a hacer mella. El aspecto orondo y saludable que lucía desde que se prejubiló en los 1970s ha desaparecido. Le molesta y se la quiere quitar. Ya lo ha hechos tres veces. La hemorragia fue abundante.
Los médicos aconsejaron atarle las manos a los lados de la cama.

Desde Barcelona me parece cruel, doloroso e inadmisible. No queda otra solución, me comentan resignados por teléfono. Dicen que están sujetas con unos accesorios pensados para estos casos. No dejan huella ni causan heridas.

Permiten cierta movilidad de brazos, aunque impiden que los dedos lleguen a la nariz. Lo cambian de postura 3-4 veces al día. Me parece humillante. Dicen que ya le da igual. No abre los ojos. Prefiere dormir o hacerse el dormido. He preguntado si le han visto llorar. Cuentan que no. También se ha resignado a que no le entendamos y farfulla muy de vez en cuando.

Y ella aparentando, como ha hecho toda la vida, que es un témpano de hielo. Sin apenas dormir. Al lado de su marido como ha hecho desde hace 55 años.